Rosario

Es tarde. Ya pasó media hora desde la hora acordada y Roki todavía no llega. La llamo y me dice ya salí. Mentira! Yo ya lo sé, pero simplemente le recuerdo que nos tenemos que encontrar porque sino se puede colgar otra media hora más y yo me muero de hambre. Finalmente nos encontramos. Llega con su pelo corto, la sonrisa a flor de piel y un montón de cosas para contarme. Empieza por las pavadas, las historias insólitas que sólo a ella le pueden pasar, los accidentes domésticos, las nimiedades del trabajo. Entre medio, vamos cortando el relato con miles de chistes, los de siempre y alguno nuevo que ya se convierte en un clásico. Se rasca la nariz con el nudillo del dedo índice. Se toquetea los granitos. Viene escuchando a Ivete, ahora más que nunca. Con su bojuoterie con estilo étnico, aritos y collares que combina con ropa del mismo estilo.

La conocí en esa extraña Escuela de Estudios Orientales hace sólo 5 años. Ninguna de las dos se acuerda exactamente cómo fue que nos juntamos a estudiar por primera vez, ni qué materia. Pero las dos sabemos que una sola trasnoche de estudio fue suficiente para sentirnos como si nos conociéramos de toda la vida. El resto fue contarnos las anécdotas más chistosas de nuestra vida, porque las que fuimos viviendo después las vivimos juntas de alguna u otra manera. Sólo ella sabe los detalles de esta amistad tan liberal, sin dependencias ni reproches. Yo la conozco lo suficiente como para saber que a determinada hora se quiere ir a su casa, que cuando me dice que no, es no y la insistencia es innecesaria y le molesta. Entonces la dejo hacer, si quiere venir que venga y sino ya la veré entre mates y facturas, cervezas y maní, Mc Donnalds o Sturbucks. Si hay algo que hizo que nuestra amistad fuera tan maravillosa fue la retroalimentación: ella me enseñó de música, de series, me ayuda con internet y con todo lo que tenga que ver con la tecnología, me cocina (de vez en cuando). Y yo la hago reír contándole las historias de borracheras y de hombres, de salidas descontroladas, le paso refranes y dichos de mi familia y amigos que ella repite y transmite a sus amigas.

Entre todo ese ir y venir de historias y frases de Los Simpson, Rokito pasó a ser parte de mi grupo de amigas y todo mi entorno la tiene que conocer. Y cuando lo hacen, la adoran. Y yo la adoro por las miradas cómplices, porque siempre sabemos lo que la otra va a decir, porque somos las únicas que podemos entender ciertos chistes y entonces me desespero por contárselo y ella hace lo mismo. Porque cuando nos juntamos hablamos igual. Porque me enseñó que todo se puede hacer con calma y que no hay que hacerse tanto problema por las cosas. Y aunque a veces me reviente que todo le de “paja”, en el fondo envidio la soltura con la que se maneja, su libertad. Al principio es un poco vergonzosa y callada, no demuestra cariño así porque sí, por eso yo todavía hoy me acuerdo la primera vez que me dijo “te quiero, sof”, me lo soltó en un mensaje en unas vacaciones, también me acuerdo del primer abrazo que me dio y yo no me animaba a tomar la iniciativa porque pensaba que por ahí le molestaba.

Ahora, ya no puedo imaginar una vida sin esos abrazos y te quieros. Después de mongoles, indios, árabes y judíos, una vez que descubrimos que los coreanos son unos boludos, los chinos unos agrandados y japoneses unos hijos de puta. Ahora que los exámenes van quedando atrás y que como trabaja se toma taxis, sólo nos queda seguir compartiendo esto que no necesita que lo alimentemos. Porque crece porque sí.

(running)