Pocho

Primero llega su panza y detrás de esa protuberancia redonda, sobresaliente, firme y eterna, llega el abuelo Pocho. Lo primero que se escucha de su boca es un chiste que parece que hubiera planeado durante toda la semana y que espera el momento propicio para decir. Cada vez que lo vemos hay comida de por medio: los asados de los domingos, cuyo mando fue dejando, no sin las advertencias correspondientes, a Memo, a quien visita regularmente en la parrilla dando sus apreciaciones, en general negativas. Pero jamás perdió territorio en la cocina. De vez en cuando nos espera con una salsa, más sólida que líquida, que además produce las más terribles luchas entre porteñas y rosarinas, que siempre queremos llevarnos un poco. En la heladera verde con la que llega los domingos a la mañana lleva: el hielo (¡infaltable!) para que la Manuela se llene el vaso y después le ponga un chorrito de vino, las verduras para la ensalada, alguna que otra botella de vino, un kilo y cuarto de pan y, en los mejores días, un salamín de Conesa, mayonesa casera (en ese caso hay que llevar más pan) o alguna bondiola que le compra a sus amigos del club.

Hay algunas verdades acerca del abuelo que uno prefiere simplemente no saber de que se trata. Una de ellas es que hace el Chato cuando está en el club. Lo más seguro es que habla al pedo. Eso sería lo básico. Además timbean, de hecho, siempre que conozco a alguno de sus amigos del CASBA (o la biblioteca, como lo llama irónicamente mi abuela), me comentan sobre lo bien que juega al truco. Con los pocos pesos que se gana, pienso que hace negocios, negocios grandes. Por ejemplo la compra de salamines, las ya mencionadas bondiolas, algún lechón, o cualquier otra cosa que pueda ser comida en familia. También se entera de qué campos se venden y hasta ha comprado y vendido autos. Supongo que todo eso se debe dar entre quiero vale cuatro y falta envido. Otro misterio es cómo llegó a tener esa panza. Un misterio que queremos develar desde chiquitas, cuando le preguntábamos si era nene, nena o pedo. Como si mantuviéramos la ilusión de que apretándolo fuerte se fuera a desinflar. Pero en seguida descubrimos que no hacía falta hacer presión. Entre los famosos “Concursos de pedos” aprendimos que el abuelo era diestro en esas artes.

Anda corriendo toda la mañana. Cuenta los minutos exactos que les lleva cada cosa que tiene que hacer y el más mínimo retraso ya lo pone nervioso. Porque a las 12.30 cuando se cierra el negocio el ya tiene que tener la comida lista, el hielo en la hielera, el pan caliente y hasta le prepara a la Manuela el vaso con un poco de vino y mucho hielo y se lo deja en el freezer. Si llegas antes, estorbas en la cocina y si te retrasas, aguantá las consecuencias. La rotisería Don Eloy tiene como menú del día: milanesas fritas (las mejores que he comido), papas españolas (una habilidad envidiable) y te podés llevar un poco de pan. La alternativa: albóndigas, puchero ó guiso. Para beber: “vinito del abuelo”, un invento cuya receta permanecerá como secreto de familia.

Cuando ya se fue a dormir la siesta seguimos comentando todo lo que contó, los chistes que nos hizo, los refranes que nunca se agotan. Como si quisiéramos recordarlos para siempre, para reutilizarlos con una gracia que nunca va a ser la que nos produce él. Tratando de guardar en algún lugar de nuestro cerebro la risa, la inmensa alegría que nos produce verlo los domingos. Recordar que nos dijo que somos “caca pura”, la tontita, bombacha de goma, Zulma Lobato, Sanso (San Sorete), los gritos de “baaasta” (con voz aguda), el “opbvio”, la risa desaforada porque siempre termina un poco en pedo y después de anunciárselo a mi abuela la mira y le pregunta: “¿me lo tiro?”.

Hace algunos años que viene diciendo que cada festejo de cumpleaños es una despedida. Pero en el fondo todos sabemos que tenemos Pocho para rato, que todavía está para salir a correr mecheras, para arreglar cosas con alambre, para colgar estanterías, para improvisar asaditos en la parrilla eléctrica y para perderse con una nieta en los hombros. Que todavía tiene miles de sobrenombres para ponernos. Miles de historias para contar. Muchos trucos por ganar, con o sin el ancho de espada. Porque Pocho, que según dicen se llama Eloy Juan, nunca necesitó mucho para ganarle una pulseada a la vida.

Y como puedo seguir amontonando palabras sin alcanzar nunca a describirlo por completo, me queda sólo por decir que, después de los salamines, mi abuelo es lo mejor que salió de Conesa y cualquiera que lo conozca sabe que eso es algo que no se puede discutir.