Alfredo

Desde una perspectiva exterior podríamos decir que hay dos Alfredos. Uno es el de la semana: con sus pantalones de gabardina en colores claros, las camisas manga corta y los mocasines medio gastados de un solo lado, los anteojos de leer de marco bien grueso que le dan una imagen de intelectual de los setenta. El otro vendría a ser el de los fines de semana: que se prepara para ir al campo con las mallas rotas y manchadas con lavandina, las remeras viejísimas y desteñidas por miles de lavadas y con algún agujero, las chancletas y gorro para taparse del sol, ahora sus anteojos son mucho peor, enormes, muy viejos y para colmo con un vidrio roto, pero aún así le alcanzan para leer el diario. Pero eso es lo exterior y como nos hemos cansado de oír, no es lo importante. Mejor hablemos de esas cositas de mi papá que lo hacen ser semejante personaje.

En principio todo el que piense en su imagen se va a acordar de tres cosas: el pelo engominado, que cuando Renata y Luisina eran chiquitas comentaron “mirá el tío tiene pelo de plástico!”, habrán pensado que era un Ken o algo así, con la raya al costado y siempre bien cortito. Otra cosa es el bigote. Ya es tan parte de su personalidad que su intento de sacárselo fue un fracaso total, así que terminó optando por dejarse una barba candado, que aunque muchos piensen que es de “garca” todos saben que mi papá es la excepción a la regla. La tercer característica se ha ido incrementando con los años y es esa panza que no es consecuencia de comidas excesivas sino de los dulces que siempre se tiene que comer de postre. Porque en cuanto se sienta a ver una película se levanta a revisar en la alacena a ver qué hay de dulce, cosa que mi mamá siempre se ocupa de que haya.

Ese es otro gran tema. La dependencia absoluta que tiene por mi mamá. Miriam esto, Miriam aquello. Y hasta llega a decir Miriam sin necesitar nada, mi mamá llega para ver qué necesita y el la mira, no nada... como si necesitara corroborar que está ahí. Nadie jamás podría olvidar sus frases célebres como “Miriam tenés ticket?”, o cuándo le preguntaron cuántas de azúcar le ponía al café y le pregunto, “Miriam, cuántas le pongo?”. Y así podríamos estar páginas y páginas. Porque mis viejos son el ejemplo más puro de que el matrimonio está hecho para tener siempre a alguien a mano para hecharle la culpa de absolutamente todo. Y en esa dinámica de pareja que me cuesta mucho entender, han logrado superar las crisis que ya son tan cíclicas como las económicas. Y para bien o para mal, ya hace casi 30 años que la vienen peleando juntos.

El cerebro de mi papasin se maneja por una dinámica muy simple: estímulo – razonamiento – respuesta. Absolutamente todo lo que piensa se transforma en una acción. El combustible con el que este sistema se mantiene es una ansiedad imparable. Siempre tiene que estar haciendo algo, pintando, dibujando, leyendo, arreglando y regando las plantas, escribiendo cartas al diario. Todo por querer cambiar el mundo en el que vive, mejorar la ciudad, la política, estando siempre en contra, buscando la perfección. Con los años se acentuó su locura, las peleas son un poco más seguidas, la humildad hacia sus logros económicos son cada vez más fuertes y nunca pudo ver que el reconocimiento que siempre está esperando está ahí nomás, enfrente a sus ojos. En los premios a sus cuadros, en los concursos que gana, en las palabras de agradecimiento de sus clientes, en el inmenso cariño que nosotras le tenemos, en los abrazos, en los chistes que toda la familia le hace, en los mimos que le hace su mamá. Y quizás él no lo sepa, pero yo cada vez que digo que soy su hija, la gente no hace más que comentar lo buen tipo que es, lo admirable de su eterna lucha por mantener los edificios históricos, de la hermosa casa que hizo en tal lado, de que todo el mundo sabe que mi papá es un tipo de ley. Por eso, espero que alguna vez deje de esperar lo grande y empiece a ver que todo está hecho de pequeñas cosas, que la vejez no es una cuestión de años sino de actitud.

Mientras tanto seguirá preguntando “el quién?”, seguirá sin escuchar nunca una conversación, tratando de entenderla después y yéndose con su mente a otro lugar cuando se da cuenta de que no le interesa. Seguirá galvanizado. Dibujando hogares, no casas así nomás. Pensando en cómo mejorar la ciudad en la que nació. Perdiendo los anteojos todas las semanas. Destiñendo cosas con lavandina. Jugando con Morena, su eterna seguidora. Peleándose con mi mamá y con el mundo entero que lo rodea. Seguirá riéndose estrepitosamente con ese humor tan fácil en el que todo puede provocar una carcajada, desde una cumbia villera hasta un chiste malo de Mr. Bean...

Hasta que se de cuenta de que es de esos grandes hombres que producen la admiración de los niños y el respeto de los adultos.